Pucheros con Nombre de Mujer.
11/12/2008 | Author:

Cuatro cocineras levantinas desvelan cómo las habilidades femeninas ligadas a la ternura y la capacidad de organización abren nuevos tiempos para la cocina.

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En el Norte, junto al Cantábrico, los nombres de los mejores cocineros retumban con los graves timbres de la masculinidad: Pedro Subijana, Juan Mari Arzak, Andoni Luis Aduriz, Hilario Arbelaitz, Fernando Canales, Aitor Elizegui, Daniel García, Patxi Eceiza, Eneko Atxa... En el Mediterráneo, tierra de culturas maternales, el metal de los pucheros es más femenino: a Carme Ruscalleda, la catalana tres estrellas Michelin, pueden sumarse los nombres de estas otras cuatro mujeres levantinas: Pepa Romans, Susi Díaz, María José San Román y Mari Carmen Vélez. La Verdad las ha reunido para hablar sobre el papel de la mujer en la alta cocina moderna, un universo, por lo visto, demasiado masculino. Una tendencia que, en tierras atlánticas rompería también la gallega Toñi Vicente, y en los altos de Ezcaray,a la riojana Marisa Sánchez.

De las habilidades de Pepa Romans con los arroces, las gambas y el bacalao que ofrece en Casa Pepa (Ondara, Alicante), viven quince personas, toda una familia. «Desde los cuatro años -recuerda- andaba por la cocina de mi madre oliéndolo todo. Mi padre, que era albañil, me llevaba a las casas de familias ricas; yo siempre me metía en las cuadras y entre los fogones. El primer olor que recuerdo es el de coliflor, unas pelotas de esa verdura con bechamel», rememora entre carcajadas Pepa como si estuviera viendo de nuevo las pelotas de coliflor rodando delante de sus narices.

Pepa, cocinera tranquila y paciente, viste en tonos dorados y púrpuras (aunque dado su oficio mejor sería decir tonos azafrán y canela). Esta seguidora del budismo, madre con 16 años, regresa a las piedras de Jávea y narra los días en que su madre salía de casa con un capazo vacío a la búsqueda de comida. Una aventura terrible y cotidiana en los tiempos de postguerra y subsistencia que le tocó vivir. «Había muy poco, pero lo curioso es que cada día volvía con algo distinto. Si traía unos caracoles, hacía un plato con ellos, hinojo, cuatro puerros y patatas. Otro día decía: 'hoy, farinetes': harina de maíz a la sartén; un sofrito de tocino, pimentón, harina y agua. Ya había qué comer. Formaba el pan los domingos; los lunes, tocaban croquetas de puchero y los miércoles comíamos pan duro puesto a remojo con agua y pimentón y metido al horno... Esos olores todavía los tengo aquí. Esa fue mi primera escuela. Había mucha imaginación, había mucha hambre».

Ladrillos contra pulpo

Ahora Pepa aparece en las guías gastronómicas y su restaurante, con una estrella Michelin, es uno de esos templos donde los que lo tienen casi todo tratan de recuperar sabores que nacieron con la necesidad. Casa Pepa asoma a las afueras de Ondara, entre un huerto de olivos, naranjos, jacarandas, higueras, acacias y buganvillas. Un lujo. Pero la cocina de Pepa viene de la pobreza, del tiempo en que se criaban y se sacrificaban gallinas en casa, se hacía jabón y embutidos con las camisas remangadas, se amasaba el pan y se hablaba junto a un fuego. «Era pura supervivencia. Hoy el género se toca demasiado. No hay nada como un buen producto de temporada, unas habitas, unas alcachofas... ¿Qué hay más bello que los colores naturales de las verduras? Eso te inspira. Yo soy de las que se van antes a un mercado que a un cine», pregona al mundo, decidida. «Mire, no hay nada como el tiempo en que salen las flores del azahar. Se te abre el espíritu».

Ella se mueve entre cosas que, a los no levantinos, suenan algo extrañas: pulpo seco, capellanes (como llaman en Levante a los bacalaos desecados), tomates deshidratados al sol... «Pero los ladrillos de los constructores han matado esa cultura. Imagine unas habitas repeladas y unas alcachofas puestas en aceite, unas cebollitas tiernas pochadas con tacos de huevo duro, unas lonchas de tocino ibérico y un poco de yerbabuena. ¿Imagina algo mejor? Piense en un pollo críado en casa. Pero cuando se lo pongo a algunos clientes, se piensan que es cordero. La carne es oscura, no la conocen. ¿A dónde hemos llegado?», se pregunta la cocinera.

La sirena de Petrer

Mari Carmen Vélez, de La Sirena, en Petrer (Alicante), también ha conocido la cocina por supervivencia que retrataba Pepa. Ahora disfruta entre pucheros, dando carpetazo al tiempo en que a las mujeres les estaba vetado «cocinar por placer». «Creo que la cocina es la parcela más propia de la sensibilidad femenina. Ahí comunicamos nuestras necesidades y sentimientos. Con los platos, emocionamos, volcamos toda nuestra pasión. Es algo muy intuitivo», reflexiona.

Ella habla de perfeccionismo femenino, de su habilidad para dirigir las partidas de cocineros con la eficiencia con que las mujeres gestionan las casas, de pulcritud, organización y sentido de la economía. «Además asociamos la comida a la felicidad, al equilibrio, a la armonía... Para mí, la armonía está en una picadita de almendras y en los caldos que hacía mi abuelo. Simple, rico, imaginativo. Creo que en el hombre todo es más inmediato», apunta Vélez.

Hace unos años, a María José San Román habría que haberla presentado como la esposa del Papitu Perramón, el antiguo portero de la selección española de balonmano. Hoy tiene su propio espacio. Es la patrona del Monastrell, en Alicante. Casi nada. «Venimos de una región muy rica en recursos y eso se nota en la cocina que hacemos», presume. San Román se detiene en la morralla, que para muchos (hasta para el diccionario) es sinónimo de algo de poco valor, despreciable, pero que en Alicante sirve para nombrar al menudo pescado de la bahía con que arman sus arroces. También nos descubre María José otras maravillas secretas como el modo de salr el turrón para llevarlo a la alta cocina y el gusto por maridar gustos casi 'imposibles' como uvas y cigalas.

Cabeza pensante

Esta asturiana, hija de un industrial que fundó la fábrica de galletas Mariluz, en Murcia, estudiante en un pensionado suizo, trabajó en el Neichel de Barcelona (dos estrellas Michelin). Allí conoció a Jean Louis Neichel, el fundador del primer El Bulli. Hoy gestiona junto a su familia media docena de locales. Ella es la cabeza pensante. «No ha sido fácil para las mujeres de mi generación entrar en las cocinas de los grandes restaurantes. No hemos tenido las mismas oportunidades que los hombres. Y las aprovechamos todas», sentencia.

Susi Díaz tiene el pelo rubio y un programa de televisión donde explica un puñado de cosas sencillas con las proteínas de los pescados. También cocina en una casa en el campo, ésta, pintada del color de los melocotones. Antes el negocio lo llevaba su marido mientras ella atendía al público. Era la imagen de La Finca. Pero un buen día decidió meterse en la cocina. «No he pisado jamás una escuela de cocina ni me muevo como un cocinero... Pero la imaginación no se enseña», protesta.

Hubo un tiempo en que los secretos culinarios pasaban de madres a hijas, como dones preciosos. Con 7 años Susi amasaba cocas, escaldaba y molía almendras. Luego llegaron los arroces tostados, las sopas, los pescados preñados de yerbas... Hoy lleva una vida de empresaria, mujer de negocios y creativa. La cercanía de su restaurante con la Ciudad de la Luz y sus estudios cinematográficos le ha lanzado a un nuevo mundo. Así conoció a Gerard Depardieu. «Vino a rodar con su cocinero y una cocina móvil instalada en su roulotte. Hasta que un día vino a comer a casa. Luego no falló ni un día. Ahora nos avisa cada vez que va a venir. Es un sibarita. Nos encarga gambas, cigalas, atún rojo, ortiguillas de mar... Y se vuelve a París cargado con sus jamones, sus latas de atún y de anchoas para su restaurante. Gerard es superdivertido y come como un desesperado. Luego se señala el estómago y se ríe», desvela la cocinera. «Eso es vivir la vida, ¿no?».

Fisgoneado en La Verdad.

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